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El alma divina del etrusco: sobre «La Chimera» (2023) de Alice Rohrwacher

Este comentario en torno al más reciente filme de la cineasta italiana Alice Rohrwacher debe ser leído en el contexto de una exploración en curso sobre lo que en otros momentos hemos llamado “la vía etrusca” al interior de la crisis civilizatoria que atravesamos. La figura etrusca fue el marco de la sesión “Imaginación: posibilidad histórica y lo etrusco” del programa La Gallina Ciega en 17, Radio que conduce Andrés Gordillo. En palabras de Rohrwacher en el Festival de Cine de Nueva York, la civilización etrusca nos convoca a pensar la posibilidad de una “ley de alma” capaz de devolverle al hombre el peso de su inexorable profundidad.

 

 

  

La Chimera (2023), la nueva cinta de Alice Rohrwacher, abre con un plano con el rostro de una joven a la intemperie. Es un rostro luminoso y radiante que por momentos se confunde con la hierba del paisaje. Inmediatamente entendemos que se trata de un sueño, pero la sobrecarga de su resplandor provoca el retorno de Arthur a la realidad de un viaje en el vagón de un tren con dos jóvenes de afilados perfiles: “ustedes parecen figuras de alguna antigua pintura”, les dice con una voz grave tomada por la vigilia. La dominación “etrusca” no sale de su boca, pero el espectador informado sabe que a eso alude. Solo con estas dos pinceladas de apertura, Rohrwacher nos sitúa en el corazón de La Chimera (2023): un urgeschichte poético sobre la persistencia de los estratos del pasado y de la inexorable tradición pictórica en los propios gestos. Todo el argumento paródico e infradesarrollado de la película es una aventura auxiliar para justificar esa trascendencia que reside en la epidemia del ser; a saber, que el etrusco no es un “pueblo” de la Antigüedad a la sombra de la cultura de Roma —un pueblo sin historia, aunque pictórico en su relación con los muertos de sepulcros soterrados— sino una tradición viva que tiene lugar cada vez que los humanos aparecen y se dejan ver. Aquí lo más inmediato: el rostro humano, la fisonomía que nos entrega el suave e involuntario paso del tiempo de las generaciones. En realidad, como en su momento vio Carlo Levi, una verdadera civilización es palpable en la manera en que transforma los rostros estampando la nueva belleza sobre los contornos del mundo [1]. El misterio etrusco al que durante tanto tiempo se ha aludido yace en el propio rostro de un ser humano entre muchos otros. En este sentido, el mayor logro de Alice Rohrwacher en La Chimera (2023) es la poética cinematográfica —una variante material y fabulada de Pasolini y la ternura teológica de Bresson— que le devuelve a la especie humana el lugar de su génesis trascendente: la superficie pictórica de un rostro inolvidable.

Por ello, no ha de sorprender que como en sus previos filmes, Rohrwacher organice el relato de La Chimera (2023) en el vaivén del rostro en desasosiego, y la firme tierra de una civilización inmersa en el delirio del dinero que se encarga de la agrimensura, de la propiedad y del despojo donde los muertos tampoco estarían a salvo. La humillación de nuestra civilización, a diferencia de otras, tiene también una dimensión retroactiva letal. En efecto, Arthur, el joven arqueólogo británico que vuelve a Etruria para reintegrarse a una banda de pequeños ladrones de artefactos y reliquias de tumbas etruscas —los “tomborini”, como el pícaro o el forastero, es un aventurero clemente que no pacta con el aparato social— encarna el síntoma de una decadencia civilizatoria donde la extracción y profanación del inframundo se vuelven algunas de las formas ilícitas para la mera supervivencia en el mundo de los vivos. Si la civilización del capital supone organizar y pavimentar la costra de la tierra (Amadeo Bordiga), para Rohrwacher la banda de los tomborini nos alerta (bellamente en dos intervalos musicales de un maravilloso guitarrista folk toscano) de la catástrofe que supone la conquista del pasado mediante la aniquilación del misterio sonoro de nuestro pasado.

 

En el umbral de la Modernidad, los ladrones de los objetos etruscos confirman la intuición de George Bernanos para quien lo moderno no era otra cosa que una conspiración organizada contra la posibilidad de salvaguardar la interioridad. Todo el malestar del arqueólogo Arthur —y no es menor que sea el arqueólogo la figura que sabe moverse entre los estratos de un tiempo sin historia y sin origen, y que es sensible a la irreductibilidad intraducible del espíritu y del mito sobre la gramática de verificación y predicación— es la lucha por la supervivencia social gracias a las reliquias de los sepulcros en las dispersas catacumbas. El arqueólogo, a diferencia de curator del museo de arte, no busca “sanar” o administrar las obras de los artistas muertos; más bien, él entiende que en el inframundo, en Ctonia, no hay una diferenciación alguna entre los vivos y los muertos, entre la representación pictórica y los contornos de la apariencia física y espiritual sobre los cuales la persuasión del mito nos conduce a la inserción de lo divino. Como sabía Hölderlin con respecto a la Antigüedad, el movimiento del arqueólogo está enteramente condicionado por los grados de impureza que registran sus desplazamientos. El cine de Rohrwacher indexa imágenes desde esta irrupción fabulada.

La Chimera (2023) de Rohrwacher es, en realidad, el documento del patetismo de una civilización, la nuestra, que por primera vez en la historia de la humanidad ha sido despojada de lo divino. Así, la dimensión de la belleza por la cual el ser humano comparte la voz, sus sueños, y sus paisajes nocturnos con el alma de los muertos termina extraviada. En efecto, como han enseñado los más ilustres estudiosos de la religión etrusca, el arte sepulcral y funerario de la civilización etrusca buscaba liberar la apariencia —esto es, su dimensión sensible— hacia una divina anima o deus animalis que deificaba el alma de los muertos [2]. Nada más lejano y ajeno al mundo del progreso histórico, cuya condición de posibilidad se asienta sobre la infinita destrucción del pasado y de la tradición, obliterando el alma del viviente y las formas en que sus prácticas comunes se filtran en las generaciones venideras. Como Arthur, quien en el filme termina sepultado por el derrumbamiento de una tumba, los etruscos no celebran el duelo infinito de lo finito como negación de la experiencia humana; al contrario, lo fundamental para ellos consistía en nutrir la textura del humor y de la canción de lo viviente contra los esfuerzos fútiles de dominar a la naturaleza [3]. De ahí que La Chimera (2023) no sea un filme sobre lejanos y museificados etruscos; para Rohrwacher, siempre somos etruscos cuando reímos, bailamos, deambulamos, soñamos, viajamos, aparecemos o morimos. Y como sugiere Rohrwacher, lo que interesa del etrusco es que portan la “ley de la noche” en su alma, allí donde reside lo invisible de nuestro destino sobre el mundo [4]. Es en la interioridad compartida donde se expresa el eros de una vida fuera de la vida posesiva, y que en el filme se tematiza mediante un delicado hilo que nos acerca —del mismo modo que la tela de una pintura ante la disolvente realidad— eternamente a lo que amamos sin la necesidad de una justificación.

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Pero nos queda una pregunta, ya que, en última instancia, ¿qué es una “quimera”? Es sabido que una de las obras maestra de las artes etruscas es la llamada “Quimera de Arezzo”, un tinscvil (ofrenda al dios Tinia) o reliquia colocada en un santuario. La Quimera de Arezza representa una especie de monstruo bicéfalo con cabeza de león y una segunda cabeza de carnero que emerge rabiosamente del lomo. La postura de la estatua es defensiva, como si estuviera en víspera de un asalto inminente. Y como sabemos, la Quimera de Arezzo debe situarse en la tradición de la “Lupa Capitolina” del mito fundador de Roma. Esto documenta que, como en su momento notó Roland Lonsdale Fell, en la creación artística del arte religioso y funerario de los etruscos, Etruria siempre arroja una sombra al origen romano (su romanitas, su imperium, su supuesta “originalidad”) que se diluye en la noche de Etruria y del alma de los muertos [5]. Rohrwacher ha optado por ocultar la “Quimera de Arezzo” (registrada apenas en el título) a cambio de que circule invisiblemente en los personajes de la Etruria de los años ochenta. El último abrazo de Arthur con su difunta amada Beniamina —más allá de la vida o de la muerte, de la temporalidad y de la locación— es el triunfo del mito de la quimera sobre el desamparo de un mundo que tiene muy poco que ofrecer. Y como el lobo que busca una salida de la metrópoli en Lazzaro Felice (2018), la quimera es el symbolon que Rohrwacher pone a nuestra disposición para evadir la miseria visible de un mundo transparente y anodino. Y, sin embargo, nos queda la felicidad de que aún pueblan pequeños dioses invisibles, solo perceptibles si continuamos escarbando en las pieles de la realidad.

 

 

Notas

  1. Carlo Levi escribe en La doppia notte dei tigli (1962): “Sólo una auténtica revolución consigue cambiar el aspecto de la gente, sus expresiones faciales, la luz de sus ojos, el encanto de sus sonrisas. El cristianismo apareció con caras nuevas, o enseñó una nueva forma de mirarlas. Si recorremos las calles y comparamos los rostros que vemos con nuestro recuerdo de ellos, ya no reconoceremos a las personas. Esta reina proviene de la remota antigüedad, pero tiene rostro actual. Es algo que anticipa, como proféticamente, la realidad, el cambio universal que desde hace casi dos siglos está configurando nuevos rostros en todo el mundo”. (109).
  2. Gustav Herbig. “Etruscan Religion”, en Encyclopedia of Religion and Ethics, V.5 (Dravidians-Fichte, 1912), 533.
  3. D.H. Lawrence. Etuscan Places (Vintage, 1957).
  4. Palabras de Alice Rohrwacher en la sesión de preguntas tras la proyección de La Chimera (2023) en el NY Film Festival, 7 de octubre: “Uno puede burlar la ley de la policía, pero ¿qué pasa con la ley de la noche o la ley del alma? Quería reflexionar sobre el hecho de que hubo una civilización que construía cosas y no las mostraba… las volvía invisibles. Quería hacer una película, entonces, donde las cosas invisibles y las visibles tuvieran el mismo valor”.
  5. Roland Lonsdale Fell. Etruria and Rome (Cambridge U Press, 1923).