El sueño profesional de los hijos puede generar pesadillas en los padres. Al menos eso pensó Denis Diderot cuando se negó a trabajar el oficio de su padre. Cuchillero y fabricante de herramientas quirúrgicas, el padre de Diderot intentó, sin éxito alguno, que su vástago cumpliese con la noble labor de diseñar objetos para abrir cuerpos. No lo consiguió. Diderot prefirió hacer incisiones en las almas, y con la razón empleada como fino escarpelo, logró ser el editor general de uno de los proyectos intelectuales más ambicioso de la especie humana: la Enciclopedia. Sin embargo, pocos saben que este apasionado ilustrado tenía una fascinación inaudita por la moda y una obsesiva compulsión por las compras. Lejos del desdén contra el lujo que tanto admira de la vieja Roma. Precisamente, frustrado por su guardarropa austero digno de cualquier aristócrata consumado por los años, Diderot escribió un relato filosófico fundamental: Lamento por mi vieja bata o advertencia para aquellos que tienen más gusto que fortuna (1765). En el relato, una fábula filosófica con profundas lecciones económicas y morales, Diderot expresó la suma de males que vinieron tras él una vez que perdió su vieja bata. Nada volvió a ser igual. Ni sus cuadros de Poussin, ni su hermoso escritorio volvió a tener el brillo de la madera orgullosa por almacenar los más sublimes pensamientos. La nueva bata se había apoderado de su cuerpo. Una bata fría, tiesa y pesada, ajena a las cualidades de sus músculos. La vieja bata, en cambio, era una segunda piel para su cuerpo, una envoltura de tela para cubrir su espíritu. Diderot lo supo con la lucidez que sólo pueden tener las almas caídas en desgracia: nadie sabe lo que puede una bata. «¡Maldito sea aquél que inventó el arte de poner un precio común tiñéndolo de escarlata! ¡Maldita sea la preciosa vestimenta que venero! ¿Dónde está mi antiguo, mi humilde, mi cómodo jirón de lana? Amigos míos, conserven a sus viejos amigos», exclamó el viejo Diderot, con el dolor profundo de quien cae en desgracia.
La historia de Diderot ha tenido continuos intérpretes. Para los lectores conspicuos, el cuento de Diderot representa un elogio de la frivolidad. Los economistas lo asumen como una prueba de la necesidad, acaso infinita, de adquirir un bien tras otro. Los psicólogos decimonónicos y los psicoanalistas heterodoxos como un síntoma o como una falta que identifica al objeto con el sujeto. En contraste, los sociólogos de los hábitos modernos interpretan la pieza narrativa con una descripción acerca de cómo las cosas nuevas causan tristeza. No obstante, ¿qué puede significar este relato para las filósofas y los filósofos, para los adalides del pensamiento? Una respuesta tentativa, por lo menos la conjetura que viste este libro, es que el Lamento por mi vieja bata es un cuento cosmético. La cosmética es una ciencia filosófica interesada en explicar y justificar la importancia de la apariencia física. La cosmética no es algo nuevo. La cosmética no es una excentricidad filosófica ni una disciplina moderna preocupada por el embellecimiento del cuerpo. La cosmética es un modo, profundamente filosófico, de interrogación acerca en la correlación entre ética, estética y apariencia física. Por esta razón, la cosmética es una disciplina filosófica autónoma. Una variante filosófica que no pertenece a la ética ni a la estética ni a la fisiognomía. Por el contrario, la cosmética es un saber filosófico, que dista de ser reconocido por el encorsetado etiquetamiento disciplinario, precisamente porque no dispone de un campo de reflexión acotado. Aunque tiene por objeto a la apariencia física, la cosmética no dispone de certeza institucional como podría tenerla la epistemología o la metafísica. Esta plasticidad de la cosmética, su ubicuidad, la convierte en un lugar de sospecha para los guardianes de la tradición, pero un espacio fértil para la reflexión más vigorosa.
De hecho, la reflexión cosmética ha estado presente en cada fase de la filosofía occidental y, me atrevería a sospechar, que de la misma intensidad en las formas básicas del pensamiento asiático, americano y africano. La cosmética antigua, por ejemplo, era el conjunto de prácticas de sí con la cual se normó el cuerpo griego o romano. La cosmética antigua se preocupó por embellecer la apariencia física por medio de recursos naturales y artificios médicos debido a que la apariencia formaba parte de la identidad profunda de cada ser humano. Ovidio, conocido por ser el poeta que pintó el manual de seducción para las elites romanas, escribió Medicamine faciei femineae: un poema filosófico acerca de la cosmética del rostro femenino. En este poema de tan solo cien versos, las recetas de embellecimiento se combinan fruitivamente con las exhortaciones al cuidado de la apariencia: culta placent, lo cuidado gusta. En el oficio del cuidado —el cuidado de las maneras, el cuidado del rostro, el cuidado del caminado y el peinado—, la mujer y el varón adquieren una cosmética, una ordenación según los modos de perfección del orden natural.
Digno de sospecha, los fragmentos del Medicamine no tuvieron un interés filológico apropiado y menos filosófico, incluso el traductor al español se disculpa por el atrevimiento de la edición del poema. Lejos del juicio estético del elegante filólogo, el Medicamine es importante no por su valor literario o por su impacto poético, sino por servir de dato filosófico que prueba el grado de refinamiento de la cosmética romana. El verso primero indica el lugar de importancia de la cosmética tica en la vida y de la relación originaria entre la belleza y el cuidado: Discite quae faciem commendet cura, puellae et quo situ o bis forma tuenda modo. Cultus humum sterilem Cerealia pendere iussitmunera, mordaces interiere rubi. [Aprended, muchachas, los cuidados que hermosean el rostro y el modo de proteger vuestra belleza. El cultivo obligó al suelo estéril a producir los frutos de Ceres; con él perecieron las zarzas espinosas.
Evidentemente, Medicaminae no es la Eneida ni De rerum Natura, ambos poemas altamente comentados por la tradición filosófica. Pero tampoco es útil y digno relegar los poemas «menores» de Ovidio al arcano de los recetarios de maquillaje. Para algunos filólogos, Ovidio es un poeta menor y la prueba es su frívolo interés por la cosmética femenina. ¿Por qué la crítica es tan severa si Ovidio ilustra, con una elegancia supina, una notable preocupación por el cuidado? ¿La filosofía y la filología están por encima de las vulgares determinaciones cosméticas? La respuesta no es obvia. Quizá este juicio negativo se deba a que, la filosofía y la filología contemporáneas guardan un profundo menosprecio cosmético de la cosmética. La cosmética plantea una tesis simple, aunque debatible: la apariencia física encierra uno de los problemas filosóficos más relevantes y poco discutidos por la filosofía contemporánea. Para confirmar este supuesto, el ensayo argumenta que la apariencia física es un problema filosófico por las siguientes razones. Primero, la apariencia física constituye un problema moral, pues de la primera depende la construcción material del sujeto ético. El sujeto inicia su relación ética consigo mismo y con los otros por medio del cuidado, consciente o inconsciente, de su apariencia externa. Segundo, la apariencia física es un asunto abiertamente político, ya que la politica contemporánea es una expresión de las nuevas formas de aparición y desaparición. La política depende cada vez más de las formas de exposición, de los modos vestimentarios, de los sujetos construidos cosméticamente en un afán por hacer visibles sus propios cuerpos. La piel, el género y el rostro son hoy los vértices articuladores de las demandas políticas. Tercero, la apariencia, la vestimenta o el estilo representan una de las formas de estetización más democrática de la vida contemporánea. La elección de cualquier objeto, incluso una apreciación epistémica o metafísica, pasa previamente por un criterio estético de selección. Por consiguiente, las tres dimensiones de la apariencia física —la dimensión ética, política y estética—constituyen el núcleo filosófico de la cosmética: la producción del sujeto mediante estrategias cosméticas que prueban que el ser es superficie, que la esencia es la apariencia.
Para la escritura de este libro elegí un tono metafísico, la forma del tratado que muestra el rendimiento filosófico del objeto de estudio. Elaborar una filosofía de la ropa tal como la imaginó Thomas Carlyle, pronunciar una estética del vestido como lo anticipó Oscar Wilde, justificar una fenomenología de la apariencia física para denunciar a los teólogos de la desnudez, fueron algunos de los impulsos que detonaron la escritura de este libro. Por tal motivo, Cosmética. Filosofía de la apariencia física aspira a ser un tratado filosófico sobre el fenómeno vestimentario, sobre la apariencia física, sobre la imagen sensible de los cuerpos. Por esa íntima razón, el lector no encontrará en este ensayo una teoría de la indumentaria ni una sociología de la vestimenta, pues ya existen varios textos con esta perspectiva disciplinaria, y pocos, salvo escasas excepciones, se detienen en mostrar el lado filosófico de la vestimenta.
El problema con postular una filosofía de la apariencia física es que la filosofía no es suficiente para acariciar tal objeto de deseo. El tratado filosófico no puede escribirse únicamente con «filosofía». El tratado requiere de «algo más» que lo dote de los insumos necesarios para pensar. Por ello, Leibniz escribió sus tratados filosóficos con las matemáticas discretas que le ofreció el cálculo infinitesimal o con el aparato semiótico de la teología china; Spinoza, con la Torá y la geometría analítica de su remitente predilecto, René Descartes; o más próximo a nosotros, Ortega conciliando la idea de principio en Leibniz con el espíritu del periodismo especulativo. Por consiguiente, ese «algo más» necesario para escribir este tratado está basado en argumentos filosóficos, comentarios filológicos, conceptos estéticos, genealogías de pensamiento, películas ocasionales y, sobre todo, la búsqueda de implicaciones éticas y posibilidades políticas, contra la pulsión neoliberal por acelerar todo, incluso la propia filosofía.
El autor de este libro lo sabe de antemano: no son tiempos para el tratado filosófico. El discurso universitario susurra con voz policiaca: «no hay tiempo para escribir tratados». Nuestro tiempo es el tiempo del paper. El mercado editorial responde similarmente: «no hay tiempo para leer tratados». Por esta razón económica, existen pocas editoriales en nuestro medio que se animen a publicar libros que ya sea por su extensión, por la manufactura o por su destino, estén destinados al lector pausado, al lector febril, al lector que no está capturado por la lógica inquisitiva del tiempo de Twitter. La escritura filosófica no puede depender necesariamente de las exigencias inmediatas de la coyuntura. La filosofía nunca calla, a pesar del intento de silenciarla.
En un artículo publicado el 29 de diciembre de 2018 por El País, un año en el que aún no sabíamos que existía la «normalidad», Pedro Feal se preguntó si «son malos tiempos para la filosofía.» Una especie de respuesta epocal a una columna homónima publicada por José Luis Aranguren en mayo de 1988. Con la frialdad descriptiva que ofrecen los datos estadísticos, el autor respondió de manera categórica: «La publicación de libros de filosofía se reduce un 62% en siete años». ¿Qué significa filosóficamente este dato empírico? El análisis del autor es interesante, aunque poco filosófico: cada día se publican más libros de literatura, de historia, pero de filosofía no hay más interés. La razón ofrecida es sencilla: se ha ido perdiendo el criterio —¿estético o filosófico? ¿cosmético? — para distinguir entre libros de filosofía, textos de ensayo, crónica cultural y análisis de coyuntura con sofisticaciones teóricas. La crítica cultural triunfó en las formas de la escritura filosófica. Sin entrar en el terreno de la gendarmería filosófica, esa que tanto se cultiva en los exámenes de grado o aquella que militan los viejos profesores cuando se convierten en el tribunal del gusto filosófico, lo cierto es que el tratado filosófico goza de mala salud. ¿Por qué la filosofía renunció a escribir con el tono del tratado, con la voluntad de forma y pensamiento? Sospecho que la mutación del registro filosófico no se debe a razones filosóficas, sino a una consideración de tipo cosmético: el tipo de lector cambió. El lector neoliberal está más interesado en leer en su smartphone un testimonio, en responder en textos de una cuartilla las sendas para transitar el momento. El lector neoliberal busca discutir ideas profundas en 280 caracteres. En sintonía, el escritor o la escritora neoliberal busca la celebridad por medio de las políticas del like o del retweet. No quiere más lectores: quiere seguidores. La coyuntura es absoluta y los blogueros de ocasión lo saben. Las redes sociales orientan el pensamiento. Nadie está por fuera de la coyuntura y nadie pretende estarlo.
Por lo anterior, no cabe duda que el capitalismo financiero, que la acumulación contemporánea organizada bajo el principio general de equivalencia, es una forma de capitalismo cosmético. Un tipo de capitalismo que aprendió a convertir la identidad en mercancía; en hacer del «yo» o de «los otros», una manifestación de la renta de sí. Por esta razón, resulta necesario pensar la cosmética, activarla, no denostar su impacto en el mundo. Con una velocidad inusitada, la acumulación originaria se obtiene ahora por medios cosméticos: cantidad de likes, seguidores de Instagram, visitas en YouTube, capacidad para aspirar a ser Trending Topic y, tal velocidad, es propia de consumidores no de lectores cuidadosos. Vivimos en la época de la expresión. El capitalismo cosmético no permite la escritura pausada, la reflexión ralentizada y la lectura atenta capaz de encontrar el pathos de la distancia para pensar el presente. Nunca hay malos tiempos para la filosofía. Si acaso son «malos tiempos» (editoriales) para la filosofía es porque existen algunos lectores impacientes, acelerados o motivados por la lógica equina que no desea cultivar la virtud de la concentración. Los «malos tiempos» para la filosofía aparecerán cuando renunciemos a pensar con la pausa, la distancia y la parsimonia que amerita la complejidad de nuestro mundo.
En atención a esta atenuante sociológica la filosofía no tiene una respuesta específica. A las filósofas y los filósofos se les conmina a encontrar formas concretas de intervenir en la sociedad, de ser más «activistas» y menos «académicos»; a «sacar a la calle» el pensamiento como si la universidad o las aulas fuesen un claustro medieval o un asilo. En definitiva, existe una voz interior, cada vez más acuciante, que solicita que los que profesamos estos nobles oficios dejásemos de ser «filósofos» para convertirnos —en el mejor de los casos— en «críticos» y, en el peor, en «activistas». Sin embargo, esta operación —una operación indudablemente bien intencionada— es la muerte de la reflexión, la crisis económica del pensamiento, la extensión neoliberal de la filosofía. Pensar sin más. Escribir sin miras a la self-promotion. Leer sin consumir.
Por esta consideración intempestiva, Cosmética busca ser una apología del tratado, un elogio del sistema, a pesar del carácter fragmentario con el que está zurcido. Porque el tratado también es histórico. Porque el tratado tiene modalidades argumentativas. Porque escribir un tratado no es repetir el esfuerzo monumental de la Crítica de la razón pura o la nebulosidad sintáctica de la Fenomenología del espíritu. El tratado tiene sus formas, sus variaciones estéticas y, pese a todo, confecciona un estilo. En consecuencia, este tratado es un intento —espero no pueril—de identificar la universalidad del objeto: la apariencia física, la unidad de la ética y la estética, agrupada bajo el nombre de cosmética. Y en este suave, quizá fracasado intento, subyace la dignidad epistémica del tratado: pensar lo que no está permitido pensar. Pensar filosóficamente lo que los guardianes de la filosofía no consideran filosófico. Escribir lo que no publica el mercado. Reflexionar el presente, aunque sea equivocadamente, a partir de un tono, de un estilo, de una forma en la que el rigor conceptual no esté distanciado de la licencia poética. La metafísica es siempre buena poesía y la poesía, si cala profundo, invoca a la filosofía.
En suma, Cosmética. Filosofía de la apariencia física es un tratado filosófico cuyo centro argumentativo radica en la relación metafísica entre la filosofía y la apariencia física. En general, el lector encontrará una respuesta acerca de por qué la filosofía contemporánea redujo el problema de la apariencia física a un asunto menor, a una frivolidad de la sociedad de masas, a un fenómeno sociológico sin densidades normativas. En particular, el lector podrá intuir la renovación de una disciplina filosófica, tan antigua como vigente: la cosmética. Como el nombre sugiere, la cosmética surgió de la interacción entre la ética, la estética y la política en relación con la apariencia física, con el exterior. Un saber presente en la filosofía antigua y moderna, pero olvidado por los pensadores contemporáneos, al justificar, como dictum incuestionable, la agencia moral como resultado del fuero interno. La cosmética, su supervivencia histórica, devela una vez más el inconsciente aristocrático de la democracia occidental.
Quisiera concluir este prólogo con una dedicatoria encubierta en forma de agradecimiento, tal como Aldo Manuzio camufló prólogos en forma de epístola a sus coetáneos en Venecia. Este libro alberga un sincero agradecimiento a los primeros lectores del manuscrito quienes, con sus consejos y sugerencias, evitaron que tuviese más errores y equivocaciones de los dados de antemano. Carlos Hernández Mercado leyó este libro en su fase de borrador y, con sus finas anotaciones retóricas, ayudó a restar imprecisiones y mejorar el estilo. Gerardo Muñoz apoyó algunas intuiciones iniciales y, con el juicio del lector pausado, me permitió precisar la importancia de la cosmética como una forma de exilio. Raimund Herder y Carlos Javier González Serrano quienes, sin conocerme previamente, apoyaron la lectura y promovieron la publicación del libro. Finalmente, este libro va dedicado a mi esposa, mis amigos y familiares, quienes alientan mi trabajo de escritura sin que ellos lo sepan directamente. Pero si este libro merece un agradecimiento personal, una deuda privada convertida en virtud pública, es a mi abuelo Francisco («Panchito»), quien quizá sin saberlo ni desearlo, me enseñó desde la infancia que la cosmética lo es todo, quien con sus cuidados gratuitos me indicó que el todo es lo que aparece.