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¿Por qué volver a la Rue Saint-Benoît? Conversación sobre un seminario

Imagen tomada por Jean Mascolo publicada en  La Cuisine de Marguerite (Benoît Jacob, 1999)

 

Gerardo Muñoz: Philippe, desde hace ya algún tiempo nos interesamos por la “escena” de la Rue Saint-Benoît, cuyo desenlace ha sido un seminario. Ya tengo muchas ganas de debatir cuestiones ciertamente apremiantes y difíciles. Me parece que el primer problema del Grupo Rue Saint-Benoît es cómo resiste las periodizaciones y categorizaciones propias de la historia literaria que siempre busca “restituir” al objeto para alejarlo aún más del pensamiento. En un tono abiertamente irónico, vale recordar que Dionys Mascolo, en una entrevista tardía, calificó la experiencia de Saint-Benoît como una especie de comunidad monástica.[1] Sin embargo, esto también parece insuficiente si nos aferramos a la idea de que los diferentes estilos de quienes circulaban en la escena de la Rue Saint-Benoît se unieron para poner en marcha un movimiento de pensamiento profundamente experiencial, arraigado en la vida y no solo en la realidad o en la dimensión sensorial de la letra, por evocar el espíritu de Hugo de San Víctor. Ciertamente, la experiencia del grupo de Saint-Benoît se midió con el colapso de la política; de la transformación de la política en totalitarismo y en política extática de la que jamás saldría. Por supuesto, sabemos que el monasterio no tiene exterior, y solo conoce reglas y obligaciones formativas para preparar el abandono del mundo. Creo que en Saint-Benoît había mucho más en juego. Mi hipótesis inicial es la siguiente: la insistencia de la Rue Saint-Benoît en las condiciones de la amistad en el pensamiento siempre tuvo como tonalidad fundamental confrontar la desconexión entre vida y mundo, por más efímero e intenso que pueda ser cualquier encuentro. La noción de “rechazo”, tan común a sus diferentes estilos y que sigue filtrando instituciones en nuestro presente; en principio, también fue un ejercicio contra todas las dispensaciones más o menos programáticas. De ahí que Mascolo dirá en los últimos años de su vida: “Todas las utopías se han transformado en cárceles”.[2]

No es difícil ver la extrema relevancia de esta observación en nuestro presente, donde la fuerza del confinamiento y la domesticación no ha hecho más que intensificar el proyecto de obsolescencia de la especie humana. En otras palabras, y volviendo a la pregunta inicial, volver a la Rue Saint-Benoît, a mi modo de ver, no tiene justificación historiográfica o literaria; más bien es un intento de hacer legible la realidad del colapso civilizacional; un colapso que incluye también la gramática de la política, así como la centralidad de la polis. En este sentido, el cenáculo de Saint-Benoît fue testigo de esta transformación en curso. Una última observación: el grupo de Saint-Benoît no es solo una comunidad de amigos con el fin de esculpir un vínculo sagrado de amistad; es también la experiencia que, mediante la irreductibilidad del estilo desalojaba la prisión del concepto y el automatismo de una vulgaridad consumada en la lingüistificación de lo Social. Me viene a la mente la lúcida observación de Theodor Adorno sobre el estilo burgués en Minima moralia: “La expresión vaga permite al oyente imaginar lo que le conviene y lo que ya piensa de todos modos. La formulación rigurosa exige una comprensión inequívoca, a la que se desanima deliberadamente a la gente, y les impone antes de cualquier contenido una suspensión de todas las opiniones recibidas y, por tanto, un aislamiento al que se resisten violentamente. Solo consideran comprensible lo que no necesitan comprender primero; solo la palabra acuñada por el comercio, y realmente alienada, les resulta familiar. Pocas cosas contribuyeron tanto a la desmoralización de los intelectuales”.[3] Esto parece encajar con el estilo de la Rue Saint-Benoît sin tener que forzar demasiado las cosas: contra la moralización de la política, y fuera de la desmoralización del discurso intelectual racional, el compromiso se sitúa a nivel del efecto poético en torno a la palabra inaprensible que siempre falta, y que hace posible toda búsqueda. En este sentido, los integrantes de la Rue Saint-Benoît no son realmente filósofos ni intelectuales ni poetas. Y creo que esto es importante porque nos desalienta a considerar el problema del estilo por fuera de un reservorio mimético; de hecho, el estilo es lo que siempre rechaza la subsunción mimética que oxigena a la vida en una ficción pasajera carente de pasión. ¿No es esto lo que todos ellos buscaban en sus diversos esfuerzos de escritura? Esta ha sido una hipótesis un tanto elíptica, pero al menos es una forma de adentrarnos en la Rue Saint-Benoît.

 

Philippe Theophanidis: Gerardo, muchas gracias por este intercambio. Recuerdo que mi primer encuentro con la existencia del grupo de Saint-Benoît fue hace una década, mientras investigaba sobre la “comunidad” y algunas de sus derivas. Fue un momento importante para mí, ya que me di cuenta de un par de cosas fundamentales. Por ejemplo, que pensadores como Blanchot o Nancy difícilmente podrían reducirse a pensadores “teóricos” o “abstractos” (a pesar de los desafíos intelectuales que a menudo nos presentan sus textos). Si bien no todos ellos formaban parte del grupo de la Rue Saint-Benoît, sus ideas, en la mayoría de los casos, se deben a amistades fuertes y transformadoras. Un texto como La comunidad inconfesable tiene como premisa una experiencia de amistad (muchas amistades), y no meros conceptos universales ni tampoco un registro de ideas. En ese momento, me había topado con esta observación formulada en el libro Qué es la filosofía, de Deleuze y Guattari, sin darme cuenta de que el origen de aquella idea —la amistad como “una condición de posibilidad del pensamiento”— surgía del potente intercambio entre Gilles Deleuze y Dionys Mascolo.[4] Y más recientemente llegué a identificar esta constelación íntima de ideas y experiencias con una expresión tomada de Mascolo, un “comunismo de pensamiento”, a su vez tomada, por supuesto, de un fragmento temprano atribuido a Hölderlin, pero en realidad el resultado de un trabajo colectivo (en el que estaban también, como sabemos, Hegel y Schelling). Una expresión, vale la pena señalar, que es anterior en medio siglo a la publicación del Manifiesto Comunista.[5]

Todo esto conlleva implicaciones importantes que esperamos que el seminario permita desplegar (sin poder agotarlas por completo, lo cual es igualmente importante). Es casi como si la investigación sobre este tema rechazara la dicotomía tradicional entre el sujeto cognoscente que “domina” y “sujeta” al objeto de conocimiento. En cierto modo, la investigación exige ser sacudida por la experiencia en movimiento. De ahí, y tomando tu sugerencia, la máxima importancia de resistir la tentación de categorizar y asimilar en la “prisión del concepto”, como lo has referido anteriormente. Puede que Duras y Blanchot sean muy reconocidos como “escritores”, pero la historia de este grupo (del que nunca permaneció una etiqueta a lo largo de su trayectoria de medio siglo, y que carecía de membresía, y que no era ajeno a tensiones, rupturas y traiciones) no puede serlo. Asimismo, es difícil no reconocer la importancia del “comunismo de pensamiento” para el grupo, pero nuevamente no de una manera reducible al genus de la “política”; como sabemos, para Mascolo, no muy lejano de la postura de Bataille, el comunismo en última instancia en un asunto de la comunicación. Esto tendrá implicaciones decisivas para el seminario.

Por ejemplo, si bien recorreremos algunos de los libros más importantes, necesitaremos considerar también otros aspectos, como las acciones (Mascolo liberando a Antelme de Dachau), panfletos (Manifiesto de los 121), encuentros transnacionales (Vittorini siendo presentado al grupo por Claude Roy), el cine y los guiones (Duras), la correspondencia (Mascolo y Deleuze, por citar solo uno), o las entrevistas a lo largo de las décadas. Cada uno de ellos es un modo ejemplar de expresión. En este sentido, podríamos decir que lo que está en juego es una conversación en el sentido expuesto por Hölderlin: “Porque somos una conversación y podemos escucharnos unos a otros. Pronto seremos canción”.[6] En esta medida, al pensar en la amistad y el pensamiento, deberemos tener en cuenta la experiencia y la expresión con todas sus dificultades y fracasos, tal y como apuntaba Adorno en el fragmento de Minima moralia al que aludiste. Esta atención al tono, o lo que llamaste “estilo”, podría ser no solo lo que nos proponemos discutir, sino lo que se exige hoy en día para que surja un “nosotros” fuerte, más allá de los muchos callejones sin salida y colapsos que estamos presenciando (incluido el colapso actual de grupos basados en identidades ideológicas). Tal vez de esta manera nuestra pobreza generalizada, repartida en experiencias comunicativas, pueda abrir a una oportunidad para así redescubrirse como riqueza compartida.

 

GM: Creo que es muy importante invitar a Hölderlin a la escena, ya que él gravita en el fondo, aunque rara vez se haga explícito el alcance de su canto. Y quizás esto sea algo bueno, después de todo. En cualquier caso, es como si una cierta telepatía de la poética del pensamiento hubiera migrado de la tonalidad del bosque encantado de Hölderlin hacia la multifacética amistad anidada en la Rue Saint-Benoît. Creo que se podría afirmar que la Rue Saint-Benoît, incluso en el nivel más banal, fue también residencia y hogar. Esto es, era el piso de Marguerite Duras, como sabemos. Y llegados a este punto es difícil recordar la “morada” de Hölderlin como aquello que recoge un lugar, ya no como posesión sino como textura del afuera del pensamiento inalienable con la vida. A medida que el idealismo alemán sazona las antesalas de una recarga histórica, los rescoldos de la vida continuarán al otro lado de la curva que amplifica y retiene las modelizaciones que harán del acontecimiento interno de la vida el detritus de la combustión civilizatoria. A mi modo de ver, el paralelo con Hölderlin va más allá: no es solo una afinidad conceptual o semántica, sino que también está unívocamente situada. Ya no importan las batallas políticas —y esto es algo que Mascolo intuyó de manera muy temprana— sino retomar el mundo. Para decirlo en términos más enfáticos: la Rue Saint-Benoît constituye uno de los raros casos en los que la falsa oposición entre “público” y “privado” se desmorona, y la interioridad “ensimismada” del cosmos burgués se relaja de tal manera que una práctica de la libertad puede renacer en cada acto de creación sustraído de los mandatos de una coherencia alienada. Permanecer en la morada expone las limitaciones ficticias insistiendo en el éxodo de la reproducción objetiva y de la locura, negándose a aceptar los sedantes compensatorios para permanecer —bajo el falso manto de la “satisfacción” y la “autoayuda”— como reclusos de las recámaras de la sociedad civil.

Y, sin embargo, esta no es una comuna hippie ni un falansterio consentido para intelectuales renegados. Claramente, no había pretensiones de salvación a través de una comunidad de obligaciones y de reciprocidad moral; y, mucho menos, se buscaba la celebración del espíritu de la vanguardia literaria que en el siglo XX no fue más que la continuación invertida del partido político de masas. ¡Y sabemos muy bien lo que Duras, Mascolo, Morin y sus amigos pensaban sobre el aparato Partido y sus chantajes a mitad del siglo! Estaba en juego algo mucho más sencillo, que Duras, en sus últimos años, describiría así: “Aquellos [que venían a Saint-Benoit] eran amigos, pero cuando escribía no pensaba en ellos ni en lo que hablábamos en la conversación de las tardes. Siempre he separado las dos esferas: para ellos tal vez hubiera sido simplemente un amigo conversador y hospitalario, incluso para dejarles dormir en el sofá y prepararle la comida a cualquier hora”.[7] Quizás la verdadera amistad nunca sea sustantiva ni refractaria al concepto, sino una especie de acompañamiento (el escritor argentino Diego Valeriano tiene una maravillosa expresión en la jerga argentina que llama segundeo), que implica caminar, deambular, celebrar compañía y respaldo sin las tramas justificatorias de una “razón moral” del actuar. Es como si la amistad siempre se fraguara a fuego lento, y su surround fuese el tránsito de la cocina a la mesa, una invitación suscrita a los modos invisibles de la comensalidad (imposible no pensar en la importancia que tenía la cocina para Duras). De hecho, se parece bastante al ritmo de una canción o a una melodía. Esta es la tonalidad que todavía oímos llegar desde la Rue Saint-Benoît. Y por la misma razón sigue siendo inimitable.

Una última observación: hablas de “modos de expresión emblemáticos” en diversos registros. Estas son palabras cuidadosamente elegidas, ya que, por supuesto, la expresión está directamente ligada al modo sensible de aparecer en el mundo. Es un montaje pictórico más que lingüístico. Me atrevería a decir que es el acontecimiento que nombra la relación entre estado de ánimo y creación que Duras buscaba: “La escritura misma da testimonio de esta ignorancia [sin saber todavía qué], de esta búsqueda del lugar sombrío donde se reúne la totalidad de la experiencia. Durante mucho tiempo pensé que escribir era un trabajo que implicaba trabajo. Ahora estoy convencida de que es un acontecimiento interior, un ‘no-trabajo’ que puedes realizar, sobre todo, vaciándote y permitiendo que lo que ya es evidente se filtre… como si fuese una partitura musical”.[8] No hace falta decir que, si se pone el énfasis en la “expresión”, entonces se deduce que los ejercicios ideológico-pedagógicos de la “cultura” en general naufragan en una imagen autorreflexiva atada a la cadencia serpentina del significante escritural. La expresión nos mantiene cerca de los visillos que dan a lo exterior. Pero ¿qué pasa cuando afirmamos el paso de las viejas pieles disecadas de la representación moderna al problema de la expresividad? Y, otra pregunta, ¿qué tipo de práctica de “libertad” se configura a partir de semejante pasaje? Quiero atenerme a este emblema mientras procedemos a explorar esas obras que surgieron del encuentro de la Rue Saint-Benoît.

 

PT: “Una casa tan abierta como la mano”, así describe el poeta francés Claude Roy, que participó en las actividades del grupo, al apartamento del tercer piso en el número 5 de la Rue Saint-Benoît, en su ensayo autobiográfico Nous (1972).[9] Esto nos permite exponer aún más una modalidad de habitar íntimamente moldeada por la circulación, el estar de paso y el sentido de transitoriedad. A su vez, nos impide fetichizar la ilusoria permanencia de una “residencia” exclusiva, al tiempo que resalta la naturaleza transitoria de la amistad. En efecto, lo que permaneció como constante en esta agitación febril fue una aguda sensibilidad hacia el mundo. Como sugirió una vez otro grupo, la amistad “es esta rara forma de afecto en la que el horizonte del mundo nunca se pierde”.[10] Un concepto que podría ser útil para captar esta morada transitoria, donde las relaciones afectivas prevalecen sobre los sujetos petrificados sería el de ethos, que toma distancia del uso corriente de una “ética” que a veces colapsa catastróficamente con la moral.

Esa podría ser una forma de añadir espesor a esta concepción del comunismo, donde habitar es un proceso emancipado de su subordinación habitual a un fin: la construcción de una casa, la institución de un partido (el PCF que mencionaste), o la constitución mediante un programa. Ninguno de estos modos de asentamiento es capaz de capturar (o definir) lo que fue aquel grupo. Mucho más fructífero es su énfasis en la “situación” que reúne dos dimensiones de la morada: se trata de morada y residencia, sí, pero no de manera estática. “Mediación” podría ser una forma más adecuada de nombrar el habitar inquieto de un espacio moldeado continuamente a través del tiempo por esta singular morada. Kairos, o el momento crítico, se sitúa precisamente de esa manera: un acontecimiento en el sentido de un “lo que ha tenido lugar” (avoir lieu), pero nunca de manera permanente y fijada.

Así, el grupo —y por extensión, su amistad como modalidad de convivencia— se situó, tanto de manera temporal como espacial. En este sentido, el seminario podría ser también la ocasión de hablar de la circulación de muchos de sus miembros que no solo pasaban por el número 5 de la Rue Saint-Benoît, sino que también se movían por diversos paisajes geopolíticos de la época: Italia, Polonia, Cuba, geografías poscoloniales, etcétera. Asimismo, prestaremos atención a los numerosos acontecimientos clave en torno a los cuales se configuró el grupo, adoptando cada vez configuraciones específicas; desde Morin y Mascolo entrevistando a Vittorini en el verano de 1947, pasando por las sesiones de escritura con los estudiantes de la Sorbona en 1968, hasta llegar al inquietante cuestionamiento del “papel del intelectual” en un escenario mundial que se transforma velozmente. También vale la pena examinar el campo gravitacional de estas actividades, la forma en que influyen efectivamente en las trayectorias de muchos que no estaban directamente relacionados con el grupo.

Como tal “Nº 5 rue Saint-Benoît” puede que no sea más que un nombre precario, fácil de descartar como cosa del pasado, pero necesario de redescubrir por el potencial que aún ofrece. Este es el comienzo de la respuesta a la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué preocuparse hoy por este grupo, más allá de los clichés recogidos por los grandes nombres de pila canonizados como Blanchot y Duras, por ejemplo? ¿Por qué molestarse con el ángel sonriente de Antelme, o con la figura del testarudo (ese entêtement que aún no se ha leído junto al coup de tête)? No se puede tratar de producir una nueva exégesis histórica destinada a acumular polvo en una biblioteca universitaria, ni de pretender fijar un retrato definitivo, como el entomólogo que fija sobre un cartón lo que alguna vez fueron insectos alegremente danzantes. Porque si Saint-Benoît fue el nombre fugaz de una situación en constante cambio, nuestro propio lugar se caracteriza por la búsqueda de un lenguaje que al nombrarlo tiene el riesgo de corromperlo. ¿Existe alguna manera de nombrar cómo estamos juntos hoy sin usar la palabra “política”? ¿Cómo rescatar una palabra como “revolución” para dotarla de una nueva movilidad? ¿Realmente nuestra situación actual permite tales desplazamientos? Como sugirió una vez Blanqui: “Nada es tan engañoso como una situación, porque nada es tan cambiante [móvil]”.[11]

Si el pensamiento es una experiencia, entonces circula. Nunca buscar sedar, sino inquietar. Su sitio privilegiado no es una parada donde uno podría detenerse, sino un umbral a través del cual ideas, afectos, sensibilidades transitan, chocan y se transforman. No se trata de una obra (oeuvre), lograda de una vez por todas, sino de una “inquieta desobra”, por decirlo con las palabras de Marguerite Duras. Esta distancia no implica obsolescencia ni alienación. Por el contrario, es un vibrante “entre”; un lugar donde aquellos que se niegan a contentarse ante el triste “estado de cosas” pueden encontrarse, a través de siglos y paisajes lingüísticos, en una morada sin hogar, separados; y, sin embargo, también juntos.

 

 

Notas:

  1. Jane Winston, “Autour de la rue Saint-Benoît: An Interview with Dionys Mascolo”, Contemporary French Culture, V.18, 1994, p. 206.
  2. Gerardo Muñoz, “Quatre positions de refus”, Entêtement, marzo 2022: https://entetement.com/quatre-positions-de-refus
  3. Theodor W. Adorno, Minima moralia: Reflections on a damaged life, Verso, 2005), p. 163.
  4. Gilles Deleuze y Félix Guattari, What Is Philosophy?, Columbia University Press, 1994, p. 3.
  5. Philippe Theophanidis, “Communismus der Geister: Sources, Translations, Discussions”, 2022,: https://aphelis.net/communismus-der-geister/
  6. Friedrich Hölderlin, “Fiesta de Paz”, en Cantos hespéricos, La Laguna de Campoma, 2016, Traducción y versiones libres de Veronica Jaffé, p. 93.
  7. Marguerites Duras, The Suspended Passion: Interviews, Seagull Books, 2016, p. 149.
  8. Ibid., p. 71.
  9. Claude Roy, Nois, Gallimard, 1972, p. 119.
  10. Quelques agents du parti imaginaire. “Préface : À un ami”, en August Blanqui, Maintenant il faut des armes, La Fabrique, 2006, p. 19.
  11. Auguste Blanqui, Critique sociale, Félix Alcan, 1885, p. 211.