Creación


Experiencia de la inscripción

Álvaro a los 2 años. 1968.

«Esta foto la tomó mi padre un sábado en que nos llevó a los cuatro hermanos a Chapultepec, pues mi madre estaba enferma. Álvaro debe haber tenido alrededor de 2 años. A esa edad era muy chistoso, siempre ponía esa carilla de loquillo para hacernos reír. Así lo recuerdo entonces. Y los otros tres hermanos, bien gandallas, lo hacíamos sufrir. Tenía un peluche favorito, su Pipo, un perro salchicha de franela. Un día Pipo se descosió y los tres hermanos jugamos a los grandes cirujanos y lo remendamos como pudimos. Pero no sin antes hacer sufrir a Babo (Álvaro) al hablarle de la gravedad de las heridas de su perro.»

Ana Ruiz Mayagoitia

¿Su primera agrupación musical? Los Wattz. 1977.

Los Wattz fue quizás la primera agrupación musical en la que participó Álvaro Ruiz Mayagoitia, siendo sus otros integrantes Rodrigo Toledo Crow, Franco Aceves Humana, Juan Saldívar Von Wuthenau y Benjamín Mayer Foulkes.

Catálogo inicial interactivo de la vida y la producción artística de Álvaro Ruiz Mayagoitia

Tras la repentina partida de Álvaro Ruiz Mayagoitia (1966-2023) la presente edición (que permanecerá en curso hasta ser completada) representa un esfuerzo por recoger los hitos y las evidencias de su notoria trayectoria artística, desplegada a lo largo de seis décadas. Se trata de reunir, siguiendo el orden de esas mismas décadas- un corpus que permanece en riesgo de dispersión, con miras a la integración de un archivo formal que llegue a alojarla. 

Para Luis (fragmento de Paralogía)

Mi nombre es Armando Navarro. Hace algunos días, a finales de mayo de 2023, estuve en el Festival de Cannes porque mi cortometraje Arkhé fue seleccionado en La Semana de la Crítica. 

Por otra parte, hace siete años presenté mi examen de grado para obtener la maestría en Teoría Crítica por 17, Instituto de Estudios Críticos. Mi proyecto se tituló Paralogía. Al día de hoy, no tengo idea de qué trata ni de cómo describirlo. Desde niño, según recuerdo, albergo el deseo de hacer cosas extraordinarias. Una década de psicoanálisis me ha servido para caer en cuenta de que, en realidad, esa urgencia es una manifestación de mi hambre de amor. 

Arkhé es, en la superficie, un ensayo sobre el terremoto que devastó la Ciudad de México en 1985. No obstante, más allá del escombro, mi película es un tratado sobre la ausencia, la pérdida. Paralogía es una pieza extraña, no necesariamente en el sentido deseable del término. En principio, se trata de una investigación sobre un grupo de gente que podríamos nombrar, con razón, como una “secta destructiva”: los Niños de Dios, conocidos hoy como La Familia Internacional. El dogma que los sostiene, el centro de su lazo social, es una lectura obscena de ciertos postulados bíblicos: el amor de Dios se transmite sólo sexualmente y, por lo tanto, viven bajo una ley que los obliga a acostarse con todos los adeptos, sin importar si se trata de niños, o peor, de sus propios hijos. 

Sin embargo, Paralogía pretende trenzar lo anterior con una situación que nos implica más de cerca: la Guerra contra el narcotráfico en México, emprendida por Felipe Calderón, así como los efectos de violencia y aberraciones que derivan de ella. El proyecto, me parece, intenta desarrollar los siguientes problemas: 

a) La disposición de escenas horrorosas, de cuerpos mutilados y desmembrados, hechas para ser fotografiadas; el uso, pues, de las imágenes con fines de instauración de una nueva ley y, con ella, una nueva realidad

b) El fenómeno sectario como una radicalización de las narrativas de Estado, como las entendía Ricardo Piglia

c) Las implicaciones de amar así, bajo la tutela de un Estado caníbal, con el fantasma de la pérdida irreparable aleteando siempre sobre nosotros

Paralogía no es un libro de ensayos, sino que trata de desplegar una ficción, en el sentido más mundano de la palabra: Mauricio Zesati, profesor de literatura e hijo de un político/golpeador poderoso, sufre la desaparición de su hermano Luis. La pérdida, como la incapacidad fáctica para revertirla, lo conduce a la certeza de que él mismo puede terminar con la situación de violencia extrema en México. Su objetivo, delirante a los ojos de todos, es crear un dispositivo de hipnosis que pueda masificarse. Su contenido, dice, será el dogma de los Niños de Dios. 

Una secta destructiva, me parece, es una sociedad regida por una ficción radical que promete el alivio del dolor subjetivo. Un Estado establece una versión unívoca de la realidad y designa, con ello, un enemigo visible, un objetivo cuya supresión significaría el bienestar de la masa. En Paralogía prevalece, sobre todo, mi interés en la incorporación de relatos delirantes que toman eventualmente el control de nuestras vidas. 

En este sentido, Arkhé es una consecuencia involuntaria de Paralogía. Las dos piezas lidian con la ausencia. Allí donde lo ficticio promete el alivio, la falaz devolución de lo perdido, el ensayo puede tramitar, quizá, el duelo, la resignación. 

En mi examen de grado, Benjamín Mayer Foulkes dijo que, en cierta medida, el punto medular de Paralogía es el efecto ulterior de tener un padre y un maestro. Me reveló así algo evidente, pero desconocido para mí, sobre mi propio trabajo. Finalmente, esa había sido una de las mayores encrucijadas de mi vida: ¿cómo resolver mi neurosis parricida, siendo yo este cliché freudiano, para tomar el lugar paterno, volverlo mío y gozarlo? Y por otro lado, ¿cuándo podré ser yo mismo el maestro?

Durante algunos años intenté en vano convertirme en profesor universitario. Pero ahora tengo un hijo. Su nombre es Tomás. El padre ahora soy yo. El mundo, por lo demás, es todavía una carnicería. Mi niño me confirma, sin saberlo, que amar así, tan infinitamente, radicaliza la dimensión y la posibilidad de la pérdida como un horizonte intolerable. Sin embargo, cuando llevo a Tomás en mis brazos, o cuando se queda dormido sobre mi pecho, lo que percibo es la posibilidad de un futuro en paz. 

Paralogía fue un trabajo que dediqué a mi padre. Arkhé, lo he dicho siempre, es un regalo para Tomás.