Yo no tenía espejo. Trabajaba muchísimo, con las viejitas, ayudándoles en los servicios. Un buen día, por algún motivo, me encontré un espejo y me miré. Mi cara era negrita, negrita. Era el efecto de una de las pastillas que se toma en el tratamiento. Esa pastilla hace a la persona muy negrita pero al mismo tiempo le cura la enfermedad. Después de un tiempo, uno retoma el color. Entonces al mirarme al espejo me dije: Se acabó mi vida, se acabó todo. Todo, todo, todo, todo. Ya no tengo familia, no tengo a nadie. Me preguntaba: ¿Cómo voy a ir a mi tierra así, negra, me van a preguntar qué tengo? Y ahí ¿qué les digo? Entonces, mi esposo—pues, lo es ahora—me dijo: No se preocupe, va a salir del problema. Yo conozco mucho. Uno se blanquea, y no le van a quedar secuelas de la enfermedad. Esa motivación me ayudó a salir adelante.
Creación
Experiencia de la inscripción
Un paciente con derechos
Todos ellos respondieron que sí, que ¿cómo no íbamos a ganar si nos tienen encerrados, privados de nuestra libertad como presos? Eso me ayudó a entender que el Estado debe de responder por la libertad del paciente. Porque nunca nos dijeron: Ustedes son pacientes que están con tratamiento, salgan a estudiar, salgan a trabajar. No hubo esa libertad, sobre todo antes. Los que trabajamos aquí es porque somos muy valientes. No teníamos siquiera permiso para estudiar. Eso me enerva tanto hasta ahora. Es que no querían darnos el espacio para que como pacientes nos diéramos cuenta de lo que estaba pasando, querían que siguiéramos siendo bobitos, ingenuos. Es decir, que no nos preparáramos porque íbamos a darnos cuenta de lo que estaba pasando.
La guerra
La gente emprendía poco, trabajaba poco. No había mucha iniciativa. Pero pasaba también que, si había dinero—lo que se llamaba «masita» por ejemplo, que cuando yo llegué eran como diez sucres diarios—pues la gente se conformaba con eso. Había muchos padres de familia aquí, tenían que pagar el estudio a los hijos y ese dinero ayudaba para eso. También ayudaba para la alimentación, el vestido, un par de zapatos, etcétera. Luego la masita aumento a 300 sucres al mes. La persona que hacía algún trabajo como el que yo hacía, recibía 600 sucres, más los 300 que se recibía por persona, pues ya eran 900 sucres al mes.
Me tuvieron en el pabellón
No recuerdo el año que me trajeron al hospital. Yo tenía 45 años cuando llegué y ya llevo 20 años viviendo aquí. Claro, mi padre, mi madre, todos mis familiares murieron ya. Mi nombre es María Magdalena Estrada y tengo 66 años. Nací en 1948 en la Provincia de Bolívar, tuve 7 hijos de los cuales uno murió. Le dio diabetes porque también tuvo lo que llaman ahora la enfermedad de Hansen. Mi hijo tenía 18 años cuando se la detectaron. Lo recuerdo encerrado en un cuarto oscuro. Fue aceptado como paciente de aquí, del Gonzalo González. Se quedó entre tres o cuatro años. Luego se fue, se casó e hizo su propia familia. Vivo sola aquí aunque mis otros hijos aún viven.
Esto era bien feo
Había cosas que no entendía al inicio. Por ejemplo, me di cuenta de que había unos tanques grandes de cal. La gente que entraba, los trabajadores del hospital, metían los pies, los zapatos, en ese polvo, se sacudían, y así caminaban. Claro, lo hacían para no contaminarse, decían ellos que se iban a contaminar. La comida la recibíamos a través de una reja. Las divisiones estaban hechas con malla, de manera que ni la cara les veíamos. Sólo nos pasaban el plato y nada más. Así comíamos, como perros. Sí, como se le da de comer a los perros cuando están bravos o a cualquier animal bravo; pasándonos la comida por debajo.