18/06/2024 | Por: Andrés Gordillo, Coordinador de Estudios de la historicidad, 17, Instituto de Estudios Críticos
«Ése vuelve a ser uno de los encantos de las pinturas etruscas: que muestran un verdadero contacto; la gente y los animales están realmente en contacto»
D.H. Lawrence[1]
Entre los residuos que documentan la existencia de los hablentes hay unos cuantos que cifran «el misterio etrusco».[2] Uno de ellos es el largometraje La Chimera (2023) de Alice Rohrwacher.[3] Esta inicia, como toda película, con un fondo oscuro. Vale la pena recordar el apunte que hizo Evgen Bavčar al respecto: «Desde hace más de un siglo al ir al cine olvidamos el hecho de que por un breve instante sufrimos la experiencia de la ceguera. Aquella ceguera del cine es efímera, tiene un principio y un fin, y no nos domina ad vitam eternam, así que no presupone la privación de la libertad de la luz circundante. Sin embargo, representa un breve retorno a las tinieblas originales, mejor dicho, hace alusión a lo más oscuro e infinitamente más profundo».[4] Es, precisamente, a esa dimensión profunda, al tiempo cósmico, al que abisma una y otra vez éste filme. Lo hace a través de lo que Gerardo Muñoz ha denominado como la vía etrusca,[5] es decir, de la retirada de la suturación metafísica cifrada históricamente en la subsunción al cálculo hacia las estelas de un silencio ligado a Ctonia, región subterránea, inframundo al que se dirige y de donde proviene la existencia. Esta vía es, esencialmente, una experiencia[6] errática, pues no es programable. Irrumpe, como quien tropieza con la raíz de un árbol al caminar, desestabilizando el andar. Su signo es el de la negatividad: va hacia lo que no dice.
Hasta ahora, el lugar de los etruscos en la enseñanza de la historia universal, o bien, en las escuelas historiográficas, es un apéndice, un residuo de la historia de Roma, a no ser por una serie de investigaciones de las que, en otra ocasión, me haré cargo. En Chimera el residuo es el discurso de los mercados. Las tumbas etruscas, los frescos, las vasijas, las estatuas, son la exposición de su vínculo con el fondo oscuro creador; son las superficies silenciosas del rumor divino irreductible a la historia que acecha los sueños. De hecho, la película abre con un sueño de Arthur, un antropólogo zahorí inglés que, tras pasar un tiempo en prisión por saqueo y robo de piezas antiguas, se dirige en tren a la región Toscana. En el sueño podemos ver el rostro de una mujer que aparece y desaparece hasta ser reconocida por Arthur como su esposa. En segundo plano es posible ver un edificio con una esfera labrada, similar a un tatuaje del sol que ella lleva consigo. El boletero del tren corta el sueño de Arthur pidiéndole su pasaje. En el vagón hay tres mujeres que lo ven con curiosidad. Le hacen una serie de preguntas a las que él devuelve con otra acerca de la zona de su proveniencia. Ellas responden que son oriundas de pueblos cercanos. Arthur percibe en el rostro de una de las mujeres la perdurabilidad de las pinturas murales de una cultura antigua. La proximidad del rostro y su perfil con los que pueden apreciarse en los frescos de las tumbas etruscas es extraordinaria. Este instante cifra la voluntad del filme. Ese contacto lleva consigo una sútil desestabilización de la presencia como legibilidad de lo idéntico, así como el testimonio de otro mundo que expone su verdad al estar de paso. El cuerpo etrusco se le percibe al desaparecer. Es un éxtasis sin causa. A partir de ese momento, las escenas subsecuentes estarán tapizadas de símbolos que hacen del marco histórico-natural un pasaje por donde lo invisible no deja de afirmarse ante los esfuerzos por parte de del circuito de extracción capitalista encarnados en el tráfico de piezas robadas para su venta y de la expansión del cartel inmobiliario que asedia la Toscana y al mundo. A lo largo de la película, movilizada por la sobrevivencia de Arthur y un grupo de ladrones locales que venden piezas de las tumbas etruscas para museos estatales y colecciones privadas, habrá diferentes situaciones en las que la contradicción de vender reliquias y salvaguardar su mediación negativa provocarán decisiones que lleven, estos artefactos, a la dimensión oscura de las que son huella. En este sentido, una de las singularidades de Chimera es la presentación de Ctonia como el abismo en el que los vivos y los muertos danzan, comen, beben, ríen, nadan, musicalizan, tocan, juegan y se confrontan sin desterrar las condiciones de existencia que la constituyen. Las tumbas etruscas son la celebración del tránsito entre mundos. Este pasaje no cesa de aparecer en los frescos, ya sea en la escenificación de las puertas del inframundo custodiadas por Vanth y Charun, ya sea en la emergencia y el sumergimiento de los delfines de las profundidades. La vía etrusca está íntimamente ligada con la experiencia que no requiere de justificaciones, esas trampas del sentido que lo obstruyen y provocan atrocidades por su correcta interpretación. Del hechizo de la ausencia que promueve los imaginarios y producciones de presencia como intolerancia a la finitud, al paso que está siempre por ser, incompleto, incógnito, exterior.
La Quimera de Arezzo es una escultura de bronce datada del siglo V a. C. ubicada, hasta ahora, en el Museo Arqueológico de Florencia. La Quimera es una amalgama de criaturas compuesta por un cuerpo de león de cuyo lomo emerge el cuello y la cara de un macho cabrío que es tomado por un cuerno por una serpiente que, a su vez, hace de cola de Quimera. Hay varias versiones del mito en el que Quimera juega diferentes papeles, entre ellas, la de Sófocles y la de Hesíodo. Me interesa apuntar que fue el soberano Yóbates quien, tras recibir un mensaje acerca de las insinuaciones de Belerofonte hacia la esposa, lo mandó a enfrentarse a Quimera para no confrontarlo directamente. Tras su enfrentamiento, Belerofonte retorna victorioso a tomar el lugar de soberano. Hasta ese momento, Quimera solía vagar por lo que hoy nombramos como Asia Menor atormentado diferentes ciudades, zonas primadas por la razón y la política. Los paseos de Quimera despiertan la noche en el orden de la razón, es la sombra de lo no-gobernable que Chimera nos ofrece en una sociedad caída en el goce de ser instrumento de un amo cuyo principio de gobierno es el imperativo a la libertad. Uno de los aciertos del filme, en este sentido, es presentar a la vía etrusca como una obra sin fin, cuya exposición sucede en el «florecimiento natural de la vida».[7]
De acuerdo con el planteamiento de la experiencia del tiempo de la película, ésta cierra (¿o abre?) con el derrumbe de una tumba sobre el cuerpo de Arthur, quien, siguiendo cuidadosamente un hilo rojo, llega a su esposa que lo aguarda en el inframundo. El sueño, escribió Anne Dufourmantelle, está compuesto de profecías íntimas, es decir, de aperturas del ciframiento de la historicidad en las que otras historias pueden desplegarse, debido a su cualidad de futuro anterior que, de ser trabajado, puede escriturar lo que permanece callado. En este sentido, intuyo que el itinerario de Arthur no fue otra cosa que el desciframiento del deseo de un contacto con el alma de los muertos que, como he mencionado, forman parte de la estela de un comienzo. Que las sensibilidades de Arthur sean las del arqueólogo y las del zahorí apunta a una de las singularidades de aquello quiénes trabajan con la historia, a saber, simbolizar cautelosamente la ceremonia en torno a las oquedades de los terrenos y los soportes donde se manifiesta el rumor infinito de lo que nos impulsa a la existencia. Chimera nos recuerda lo que D.H. Lawrence, en su exilio a Etruria, percibió de los rasenna: «el pueblo etrusco nunca olvidó una cuestión radical, porque estaba en su sangre y en la de sus señores: el misterio del viaje más allá de la vida hacia la muerte; el viaje de la muerte y la permanencia en la vida de ultratumba. El prodigio de su alma siguió girando en torno al misterio de ese viaje y esa permanencia».[8] La felicidad imaginaria de la superación histórica, o bien, civilizatoria para con el tiempo cósmico del que la Quimera es testimonio, así como la cultura que se labró en ella, es desgarrada por la perdurabilidad etrusca. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, atentos al rechazo de lo otro en nombre de lo mismo, ofrecieron coordenadas para los arqueólogos e historiógrafos que, lejanos a la impaciencia filosófica, aún descienden hacia los drenajes en los que el trabajo demónico de romper el hechizo implica el desafío a lo dado. «Las divinidades ctónicas de los aborígenes son desterradas al infierno en el que la tierra se transforma bajo la religión solar y luminosa de Indra y Zeus»,[9] escribieron en 1944. De ese destierro proviene Arthur, desanclado de su orígen, sin fundamento, empujado por su deseo, descifrándose entre los tesoros del alma figurados por los etruscos. En ese borde, hacia ese exceso nos sitúa Chimera.
[1] D.H. Lawrence,Tumbas etruscas, trad. Miguel Temprano García, España, Gatopardo ediciones, (1932) 2016, p. 64.
[2] Giorgio Agamben, El misterio etrusco. Disponible en línea: https://ficciondelarazon.org/2023/05/12/giorgio-agamben-el-misterio-etrusco/
[3] Vale la pena leer la siguiente reseña de Gerardo Muñoz a propósito del reciente libro de la directora Alice Rohrwacher: Dopo il cinema: le domande di una regista (2023). Disponible en línea en: https://infrapoliticalreflections.org/2024/05/21/the-soul-of-things-on-alice-rohrwachers-dopo-il-cinema-le-domande-di-una-regista-2023-by-gerardo-munoz/
[4] Evgen Bavčar, “Los ciegos y el cine”, en Los cuerpos de la imagen, Colección diecisiete, teoría crítica, psicoanálisis, acontecimiento, México, 17, Editorial, 2018, p. 9.
[5] Gerardo Muñoz propuso la noción en el siguiente texto dedicado a la impronta etrusca en Lezama Lima. Disponible en línea: https://infrapoliticalreflections.org/2023/05/09/lezama-lima-and-the-etruscan-way-by-gerardo-munoz/
[6] D.H. Lawrence, op. cit., p. 152.
[7] D.H. Lawrence, op. cit., p. 68.
[8] Ibid., p. 73.
[9] Max Horkheimer & Theodor W. Adorno, La dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, trad. Joaquín Chamorro Mielke, en Obras completas, vol. 3., España, Akal, (1944) 2007, p. 30.